Cronwell Jara, el pedagogo del inframundo

No se considera un paradigma, aunque lo sea para varias generaciones. El escritor Cronwell Jara, flamante Premio Casa de la Literatura 2019, y la llama que lo preserva en la plenitud de la palabra.

Indispensable. Fundamental. Revolucionario.

Una premiación suele ser un canto ceremonial al lugar común. Un coro de sentencias altisonantes pero imprecisas, como los cintillos de los libros.

Y aunque todo ello se cumple en Cronwell Jara, flamante Premio Casa de la Literatura 2019, el valor de su obra no radica en estruendos ni luces de colores sino más bien en todos sus esfuerzos por conservar intacta e inagotable la flama de la literatura.

La misma flama que quemó su adolescencia, cuando roció kerosene sobre sus primeras fábulas y cuentos, en un terreno baldío a unos metros de su casa, horrorizado porque pensaba que todo lo que había escrito era basura. Esa flama que lo ha llevado a imaginar otros mundos, en bares, sobre libretas que salieron ilesas de un naufragio, y también en viajes interprovinciales, como hace unos meses cuando concibió una novela breve sobre un perro sarnoso en su vieja lap top, en un Trujillo-Lima.

“El único escritor publicado con el que podíamos tomar una cerveza”, lo define, con elegancia, el escritor Mario Suárez Simich. Cerveza con Inca Kola para ser exactos.

Esa camaradería que añoran sus compañeros plateados de San Marcos, y sus antiguos alumnos de la Villarreal y la de Lima. No importa dónde se encontrara, si estaba muy ocupado o no, siempre disponía de tiempo para leer y corregir algún manuscrito que cayera en sus manos. Reescribe cuantas veces sea necesario. Una obra nunca está acabada aconseja a quienes aspiran al arte.

La enseñanza, otra manifestación de la flama aquella, le ha prodigado a Cronwell un alumnado agradecido. Allí tenemos al cusqueño Pedro Ugarte Valdivia, Premio Copé Internacional de Cuento 2008, que está construyéndole una casa en San Borja para que siga dictando talleres después que se jubile. El novelista Carlos Rengifo, autor de La morada del hastío, se envalentona en las reuniones y le grita no pocas veces a voz en cuello: Cronwell, carajo, tú me diste las claves. Sergio Galarza, Premio Iberoamericano de Relatos «Cortes de Cádiz», no cesa en llamarlo Maestro con eme mayúscula.

Hay otros autores, famositos ya, a los que les disgusta que Cronwell los mencione. No se trata de parricidio literario, desde luego, sino más bien de cruda ingratitud.

Ingratitud la de las editoriales, cómo no. La historia de Cronwell Jara, hermano mayor de la generación del 80, guarda mucha similitud con la de Oswaldo Reynoso: escritores de culto alejados del establishment literario.

Si bien Cronwell publicó en sus inicios con Peisa y Mosca Azul, luego deambuló en sellos independientes, con ediciones de escaso tiraje y promoción.

Aun así, el mentado Montacerdos, su cuento largo (39 páginas) publicado en 1981, cuenta con un elogio del que pocas obras pueden jactarse: dos editoriales con su nombre.

Una chilena, impulsada por tres devotos del cuento: los escritores Juan Manuel Silva, Diego Zúñiga y Luis López-Aliaga; y una peruana, fundada por su sobrino, Carlos Jara, con el único afán de publicarlo.

Traducido al italiano por Giovanna Minardi en el 2015, Montacerdos está en franco proceso de pasar al quechua. La miseria de Yococo, el niño harapiento que cabalgaba cerdos para distraerse de la llaga mortal que se expandía en su cabeza, nunca fue distinguida por la academia, sin embargo. Cronwell lo presentó en dos ocasiones al Copé y no alcanzó ni la mención honrosa.

“La historia debió ser asquerosa para los jurados eticosos y remilgados. No estaba en su visión del mundo. Seguro preferían los arcoiris y las flores de Miraflores y Barranco. Y no, esa no es mi vida. Yo escribo sobre lo que me duele y me sacude”, dice Cronwell acomodándose su inconfundible boina, como si en ella escondiera esa herida capaz de inundar de podredumbre al mundo.

Traído de Piura a los seis años, el segundo de tres hijos varones se crio en el Rímac, trepando cerros en la pampa de Amancaes, entre acequias y árboles de pacae y lúcumas.

“De chico decía: ¿cuándo estaré viejo y canoso para tener experiencias y lecturas encima? Ahora estoy viejo y jodido, pero feliz con lo que escribo”, afirma desde la azotea del Centro Cultural de la Villarreal al pie del almacén de esculturas. Un espacio íntimo donde lo escoltan moldes de Vallejo tocando guitarra y bailando marinera, y donde una vez que se planta frente a su lap top nadie lo jode.

Cronwell Jara no puede escribir sin antes darse un buen baño de agua fría o por lo menos lavarse las manos y la cara. Su concepción de la literatura es limpia en el sentido más higiénico.

“Tengo la sensación de que me alisto para una cita. Una cita con la palabra y la imaginación. Antes me encontraba con una chica que deseaba, mi deleite. Y ahora me siento frente a una mujer que ha envejecido conmigo volviéndose sabia”.

A tres meses de los setenta, Cronwell Jara dice sentirse en la plenitud. El Premio Casa de la Literatura 2019 no lo ha investido en sus cuarteles de invierno. No es un homenaje a una mente que ya marchitó. Al contrario, es un autor con libros inéditos que han dormitado por años. Y que se encuentra en dos proyectos retadores: ficcionar la vida de Vallejo en Lima y novelar el drama e ingenio de los palenques de Huachipa en el Virreinato.

Estamos a un puñado de horas de la ceremonia, y no se distingue en Cronwell una alegría desbordante. Le faltan sus padres y su abuela Ruperta, fallecidos ya. Como Javier Sologuren, Washington Delgado y Antonio Cornejo Polar, sus profesores sanmarquinos, y no pocos compañeros de aula. Le cuesta aceptar, ad portas de los setenta, que la vida es una carrera donde uno va quedándose solo. El germen de su última novela Patio de Letras sobre la decana de América.

No se considera un paradigma, Cronwell, con esa humildad cósmica que emana de los grandes, a pesar de Las huellas del puma (1986), Patíbulo para un caballo (1989) o Agnus Dei(1994). Su relación con la literatura no admite tibiezas ni dubitaciones. Ello abarca la paternidad.

“Quita tiempo. He visto patalear a mis patas y a mis hermanos. Si hubiese querido tener hijos habría tenido un batallón, pero me casé con la literatura y mis hijos son mis libros”.

Su compañera, la escritora y actriz Cecilia Granadino -de quien Cronwell disfruta enumerar todo lo que significa para él: su amiga, su hermana mayor, su consejera, su amante, su concubina- contó, en la entrega del premio, -donde participaron Milagros Saldarriaga, Luis Alberto Castillo y Enrique Cortez- que a Cronwell alguna vez se le saló un guiso en una cena para unos amigos, y que no tuvo mejor idea que echarle un pote de mermelada de naranja.

No sorprende tanto en alguien que cree firmemente en la urgencia de crear un Ministerio de la Imaginación y que reivindica el acto de echarla a volar.

“Los artistas todavía seguimos siendo tiltados de locos. La imaginación está mal vista aún, cuando organiza y expande nuestros pensamientos y emociones. No acepto en mi taller a quienes la desprecian o envilecen”.

Un asno que vuela a la luna, un torito saxofonista, un mago chiflado que juguetea con su varita. No hay limitantes en su obra. Una fauna que refleja a este mundo bestializado y sobreinformado donde no nos damos las suficientes oportunidades para imaginar.

Por suerte, siempre tendremos la llama de Cronwell Jara.

Fuente: La República | Renzo Gómez | Domingo, 28 de Abril del 2019

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